martes, 10 de febrero de 2009

Persona o necesidad

Inacio Valentim (inacio.valentim@hotmail.com)


El fenómeno de la globalización ha reducido el mundo a una especie de rincón del vecino. El circuito de información transforma aquello que es distante y remoto en un acontecimiento cotidiano de nuestra vida, y las pequeñas o grandes fatalidades entran en nuestras casas con una simultaneidad inexplicable. La última invasión americana en Irak es una prueba cierta de este avance tecnológico, al transformarse en una guerra en directo, en la tragedia en directo.
En las Penínsulas Ibérica y Transalpina, el fenómeno de la tragedia en directo es, sobre todo, la de las muertes en el mar y la intoxicación de la opinión pública. El dilema de “o todo o nada”, que los subsaharianos enfrentan al arriesgar sus vidas en la travesía de los mares para alcanzar “El Dorado”, se ha transformado en un espectáculo de venta de información-desinformación y creación de una especie de compasión permisiva en la opinión pública, para esos navegantes de esperanza. Los rostros de la muerte que llegan a las playas españolas e italianas se han transformado, por un, lado en una alerta roja ante la invasión de los subhumanos, y por otro, suscita la solidaridad y la compasión de la sociedad.
Así, ante la necesidad de responder a esta dicotomía, han surgido dos polos: por un lado, el mundo político, que engloba a la sociedad civil; y, por otro, la expresión religiosa, que invoca la importancia de la caridad y la acogida de los necesitados. En este contexto, el modo de afrontar la acogida y la integración de esas almas que el destino condenó se encaja en el circuito de estos dos polos. En la política, la inmigración fue siempre un tema de mucha polémica, porque puede dar votos y también puede quitarlos; todo depende del orador.
Los gobiernos de derecha tienden casi siempre a ser más duros, más realistas, dicen ellos: saben que hoy el nuevo ciudadano es, sobre todo, un consumidor, que siente, vive y experimenta el peso del coste económico, al que la euforia publicitaria obliga a adquirir cada vez más bienes materiales, sin pensar si puede o no pagarlos, sin pensar si tiene o no la posibilidad de mantenerse económicamente con un lujo desmedido.
Los gobiernos de derecha saben que este ciudadano es más consumidor que productor y que el verdadero juego político reside en cómo mantener a ese ciudadano en la desinformación. Así será más fácil convencerlo para que culpe a los otros, en lugar de examinar a fondo la responsabilidad de sus actos.
Los gobiernos de derecha cuentan también con el apoyo de la enfermedad “democrática”, es decir, la envidia y los celos del hombre “democrático”, que de una manera general quiere ser igual o superior a los demás sin tener que hacer mucho esfuerzo para ello, lo que le permite con facilidad sobreponerse a los que vienen de fuera y que trabajan de sol a sol para ganar su pan de cada día.
Para los gobiernos de derecha, jugar con el ciudadano-consumidor es una forma de intentar disminuir la crisis que padecen los Estados, mediante la movilización y la agregación de los intereses del ciudadano divorciado de la política y de la vida partidaria: porque la única manera de reducir este distanciamiento es hacer una llamada a la conciencia del ciudadano, a través de la ira dirigida hacia los que son diferentes a él, los que vienen de fuera, los que están dispuestos a realizar el trabajo que él no acepta.
En el otro extremo de la política está la utopía de la izquierda; rehén de su aparente compromiso con el Estado Social, se esfuerza en diluir la dicotomía entre la esfera pública y la esfera privada, un supuesto puente para el entendimiento entre la libertad y el poder económico. Para estos gobiernos de izquierda, el nuevo ciudadano es, sobre todo, aquel representado por la cuarta generación: también él es un consumidor, pero un consumidor preocupado por el ambiente, un consumidor preocupado por la inserción y la inclusión social de los que tienen más carencias y por la expansión de sus derechos sociales.
En nombre de la ciudadanía de solidaridad y de masas, el gobierno de izquierda intenta extender el principio de integración y de acogida de los inmigrantes; y, sin embargo, tiende a olvidar que la principal aspiración del género humano no es sólo el ser acogido y respetado, sino especialmente ser aceptado por los demás. En esto consiste el problema de los gobiernos de izquierda: sobre todo, en cómo hacer que su predisposición a la acogida y al respeto conduzcan a la aceptación del otro, sin que eso implique para ellos perder votos de sus electores.
El gobierno de izquierda también sabe que no es el único en reclamar la atención a los pobres, a los más disminuidos, a los débiles y a los inmigrantes. El espacio de los pobres es un espacio que tiene que compartir con la esfera religiosa y filantrópica: con las asociaciones de fines caritativos y humanistas, con aquéllos que luchan por la igualdad del género humano y con los activistas de los derechos humanos.
Los gobiernos de izquierda son conscientes de que el nuevo ciudadano ya no tiene interés en actuar contra el Estado, sino en participar en la vida y en la política del Estado, aunque piense que la política no le interesa para nada. También les preocupa que la sociedad pueda percibir que una entidad religiosa hace más por el bienestar de la población que el propio Estado, a pesar de que sea ésta una obligación consustancial a su naturaleza: de ahí la guerra del intervencionismo y de la publicidad caritativa. En el caso del inmigrante, se suscita además esta disyuntiva: intervenir para satisfacer las necesidades físicas o intervenir desde la aspiración profunda de la persona humana.
Muchos de los conflictos de la no integración residen ahí. La persona es vista únicamente a partir de sus necesidades, de su pobreza, de su habla, de su cultura, de sus dificultades comunicativas, de los prejuicios… y pocas veces hay una preocupación por conocer lo que tiene en su interior, qué es lo que la hace sentirse feliz. El intento engañoso de satisfacer a la persona a partir del exterior lleva a multiplicar los actos de caridad y, consecuentemente, elabora un proceso de indiferencia, de sentimiento de superioridad en relación con el ayudado. Aquél que recibe es designado como “mi prójimo” y yo lo trato como a tal, pero sabiendo que en ningún momento él será mi prójimo: yo no lo veo como mi igual, porque él no es igual a mí, lo reconozco como una víctima de una tragedia en directo, lo transformo en un objeto de caridad, ya sea en nombre de Dios o en nombre de una idea.
Como dice Hannah Arendt, “la Caritas implica más el conocimiento del amor que el del prójimo”, quien no tiene amor dentro de sí no puede nunca reconocer al otro como a su prójimo. El gran problema de la caridad dentro del espíritu cristiano es que ella puede conducirnos sólo a la preocupación de ser buenas personas por fuera; a cumplir ritos y a respetar leyes y normas, pero no a experimentar el amor desde una llamada profunda del interior. ¿Por qué? Porque la caridad es vivida muchas veces como un favor que se hace al otro, y no como una vocación o como una aspiración que nace desde lo más profundo de nuestro interior, es vivida como un sentimiento de obligación moral exterior para satisfacer las necesidades del otro, es vista como una observancia del deber religioso de una vida buena.
El acto de caridad, si es vivido religiosamente como una obligación y no como una aspiración a concretar la bondad, desvirtúa la fuente de donde dimana. ¿De qué os sirve tenerlo todo, el conocimiento, hablar muchas lenguas, riquezas, si no tenéis la CARITAS?: así nos interroga San Pablo en su primera carta a los Corintios. Este cuestionamiento o exhortación condiciona doblemente el acto de dar. En primer lugar, en el plano religioso, parece que el hombre da porque Dios así lo quiere, actúa no porque posee conciencia de la grandeza del acto de dar, sino porque la amistad con Dios implica que él se somete al juego de dar. En segundo lugar, la práctica tradicional de algunas religiones monoteístas, como es el caso del islamismo y del judaísmo, llega a veces a exigir al que recibe la ayuda de la comunidad la observancia de la obligación social y el respeto por las leyes divinas, lo que no contribuye a que el acto de dar sea visto como una aspiración de bondad genuina para con el otro; y transforma el acto de caridad en una especie de asistencialismo. Tal y como dice Enrique Martínez Reguera, “la solidaridad y la tutela deberían considerarse contrarias; la solidaridad, que lo es verdaderamente, funciona en horizontal y se la reconoce porque propicia la autonomía inter pares; el asistencialismo funciona en vertical, busca control y dependencia”.
La concepción de la caridad como una obligación o como un principio religioso abre camino para la convivencia entre el deseo de actuar exteriormente en nombre de Dios ante los demás y la necesidad de honradez que tiene que ver con la intervención del hombre en la historia. En el primer caso, Dios es la justificación de la ayuda que se da al otro: por lo tanto es Dios, y no la aspiración humana a la generosidad para con el otro, quien moviliza. En el segundo caso, la ayuda es hecha en nombre del humanismo, porque el otro es como yo y merece tener o merece vivir una vida buena como yo. Esta expresión -“el otro merece”-, dicha así, vagamente, abre las puertas a todo tipo de reclamaciones y de manifestaciones en nombre del bienestar del otro, aunque ese otro al que se busca ayudar no lo reconozca ni se identifique con nuestros principios. En el ámbito religioso, aquel que es ayudado puede preguntar en el silencio de su dolor en nombre de qué Dios le ayuda la gente. Y en el campo del intervencionismo humanitario también puede demandar cuál es la contrapartida de buena esa acción humanitaria.
Precisamente en el dolor de esa búsqueda inquietante, el hombre se vuelve a su Dios con estas palabras:
¿Tú estabas ahí y no dijiste nada?
¡Tú estabas entre nosotros, pero no sentí la presencia de tu justicia!
Fue debajo de tus ojos, en la tienda de tu tienda. Fue en la fila para recibir tu Cuerpo y tu Sangre donde viví y noté la misma noche.
Tú estabas entre nosotros, mas no sentí la presencia de tu justicia.
El hombre que interroga así a Dios es aquel que ha sido apadrinado por las dos formas de caridad; aquella que interviene en nombre de Dios y aquella que actúa en nombre del bien de la humanidad, en nombre del bien del hombre. En los dos casos, el don que viene de la caridad queda desvirtuado, porque es ejecutado en función de una autotransformación y no en función del prójimo con quien me relaciono y en quien veo y siento a Dios.
La caridad, al ser transformada en una especie de dependencia pública del pobre en relación a los que tienen posesión y poder, se convierte en un veneno mortífero contra el pobre; porque este don otorgado por caridad es recibido por él con vergüenza y humillación, ya que representa el espejo de su falta de privacidad y de la falta de consideración de los demás para con él: como dice Richard Sennett, “dar a los otros puede ser una manera de manipularlos, y puede servir a la necesidad más personal de afirmar algo en nosotros mismos”. El amor al prójimo no puede nunca ser un trampolín para nuestra autoafirmación, porque el prójimo es un concepto que sólo viene después del descubrimiento del amor verdadero.
Hannah Arendt expresa todo lo anterior de un modo admirable en estas palabras cargadas de vigor: “el prójimo es alguien a quien sólo debemos ver en relación con Dios, no como una persona particular. El cristiano puede amar a todo el mundo porque cada persona es solo una ocasión [….] el enemigo e incluso el pecador [….] son meras ocasiones de amor. No es realmente al prójimo a quien se ama en este amor al próximo, sino al amor mismo”.
Para llegar a esta fase de amor que Arendt describe, aquél que ama tiene que deshacerse del amor propio, ese deseo de ser superior a los otros y de ser a la vez amado y venerado por ellos. Deshacerse de este amor puede permitirnos entrar en una ola de amor, que consiste no sólo en practicar el bien por el bien, sino, especialmente, en favorecer una relación armoniosa con los demás. La muerte del amor propio permite la manifestación de la voluntad por parte de los demás, inclusive de aquel que es “dependiente” de nuestra caridad, porque contribuye a que el que recibe no se sienta como una parte de un guión preconcebido, un formato del hombre dirigido del que Weber nos habla. Lograr que el ayudado se libere de la dependencia de la caridad sería el primer acto verdadero de amor y de actuación con el prójimo.
Aquel que recibe debe poder disfrutar de la vida, sin vergüenza por recibir algo de los otros y sin etiquetas por representar un fleco de la sociedad. Esta separación entre caridad de quien da y la intención de quien recibe sólo es posible en un ambiente donde no hay un intervencionismo compasivo, cuya actuación muchas veces puede ser permisiva.
Dar por piedad puede ser contraproducente, porque implica en algunos casos faltar al respeto a la humanidad del otro a través de un intervencionismo compasivo. Doy para estar de acuerdo con mi grandeza material. “Se hace bien a los necesitados prestando un servicio personal o dando dinero: la última forma es más fácil, en especial para los ricos; la primera, sin embargo, es la más noble, la más espléndida y la más digna de un hombre valiente e ilustre”, dice Cicerón. Estar junto al débil compartiendo su experiencia humana es mucho más ennoblecedor que llenarle la casa con unas latas de atún o de Coca-Cola.
La compasión puede herir cuando no se presenta como un acto de solidaridad sino de superioridad. Cuando se mira al otro con una mirada de superioridad, -“¡pobrecitos!”-, y no como la parte integrante del sufrimiento, esto es, la humanidad que se rebela contra la injusticia. Los que son ayudados deben sentir que son una causa humana y no un espacio de entretenimiento, un momento para pasar el rato, para rellenar un vacío o, incluso, un espacio para acrecentar el currículo social. Este tipo de actitud forma parte de una compasión sentimental, que difiere del acto de caridad, que consiste en hacer el bien por amor al otro, no en nombre de un Dios o de un humanitarismo, sino en nombre de la conciencia humana, en nombre de la aspiración profunda a cumplir los designios de la bondad humana. El otro, en quien reconozco mi humanidad, es quien me ayuda a ver la paradoja entre vivir e intentar sobrevivir.
El gran desencuentro entre quien ayuda y el que es ayudado reside muchas veces en el hecho de que el primero no siempre consigue percibir cuándo su actuación es exclusivamente sentimental, que amenaza con transformar el acto de caridad en un hecho problemático. Quien actúa para ayudar termina por ser generador de problemas y se convierte a la vez en un problema para los demás, porque él mismo es un problema. No es raro que personas como San Agustín, que pensaron con responsabilidad sobre este hecho, pudieran llegar a esta conclusión: “me he convertido en un problema para mí mismo”.
La convivencia entre la riqueza y la pobreza, en otras palabras, entre ricos y pobres, facilita muchas veces el desarrollo de las sensibilidades negativas: esto es, quien es ayudado está mucho más predispuesto a experimentar el daño de lo que nosotros imaginamos. Sobre todo, cuando se trata de personas conscientes de su estado social, que tienden siempre a cuestionar la originalidad y la ingenuidad del hecho de ayuda. El hecho de dar es, sin duda, un hecho noble; pero quizás sea el hecho noble más peligroso con el que el hombre se enfrenta en su día a día. Aquel que recibe debe sentir el don del otro como una entrega confiada, una especie de abandono beneficioso, incluso cuando este abandono implica instrucción para quien lo recibe. El salmista lo dice bien en estos versos: “mi oración delante de ti / se eleva como el incienso /y mis manos como la ofrenda de la tarde”.
El don gratuito no es aquel que no exige contrapartida, sino el que siembra para que el que lo recibe acoja el beneficio consciente del dador. Dios no se siente confortado porque le demos gracias, dice San Agustín, sino que nosotros tomamos conciencia de cuánto somos amados y de cuánto bien estamos recibiendo. ¿Por qué? porque la caridad de Dios no hiere, actúa en nosotros de acuerdo con nuestra personalidad. Dios es el bello que consigue hablar con el feo, porque conoce y respeta los límites de la rutina del feo, algo que el intervencionista moderno no consigue hacer. “No es fácil que el bello y el feo hablen entre sí de sus cuerpos; la gente de vida afortunada tiene dificultades para “relacionarse” con la experiencia de gente forzada a permanecer en la estrechez de las rutinas”. A veces, quien recibe da mucho valor al don, no tanto por la importancia del vínculo que establece, sino, sobre todo, porque el gesto de recibir le revela su falta de confianza en sí mismo.
La caridad actúa en el otro como los gestos de un trabajador social actúan en los cuerpos de las personas ancianas o en los de los discapacitados físicos y psíquicos. Por eso, el trabajador social sabe que, al tocar el cuerpo de estas personas invade, entra en su parte más sagrada. Sabe que ceder el cuerpo desnudo involuntariamente sólo acontece en casos de impotencia; y por ello, que cada gesto y cada movimiento debe consistir en decir a aquél que recibe: “estoy aquí no para tratarte como a un niño o como a un inválido, sino justamente para compartir contigo los caminos y las circunstancias de la vida”.
Esos gestos revelan al receptor que quien le atiende está ahí, para mover su cuerpo, sencillamente porque él no puede por sí mismo. Los gestos de quien interviene deben poder decir al receptor: “yo quiero mantener intacta la consagración de tu cuerpo”. Esta consagración es benéfica para quien da y para quien recibe, la comunión entre la consagración del gesto de quien da y el gesto de quien recibe contribuye a romper el infierno de la “fatiga de la compasión”, aquel estado en que el dador ya no sabe cómo actuar porque ya no confía en su actuación y porque, para él, el receptor va transformándose poco a poco en alguien que no merece su don ni su esfuerzo.
Para quien da, la conciencia de límite puede ser un acto de mucha frustración. La “fatiga de la compasión” es un acto de la conciencia de límite, luego es un acto de frustración, ya que pone delante del dador situaciones de mucha necesidad y, en contrapartida, le muestra la ausencia de disponibilidad, la queja por no llegar a más, la impotencia de sentir que no puede atender a todas las necesidades. La conciencia de los límites también muestra que los antiguos tenían razón cuando decían que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Aquí, en este caso concreto, el agotamiento que el sufrimiento provoca en el que ayuda hace que muchas realidades de los ayudados se transformen sencillamente en una especie de preceptos que emanan de la compasión. El sentimiento de compasión nos muestra a los otros como inferiores, como in“pobrecitos”.
A partir de esta visión, nuestra relación con el otro deja de ser una relación de iguales, se convierte en una relación donde ya no podemos creer que, a pesar de todo, el otro puede tener algo que ofrecernos; dejamos de creer que, a pesar de todo, podemos aprender alguna cosa en nuestro contacto con el otro y dejamos de creer que nuestro encuentro puede tener algo de enriquecedor para nosotros. ¿Por qué? Porque el dolor y la situación real del otro ya no nos ayudan a encontrar nuestro horizonte de partida, ya no nos llenan de expectativas. La situación real del otro hace caer la montaña de nuestro sueño humanista, idealista o religioso.
La dura situación del otro nos lleva a preguntarnos si realmente estamos en el lugar apropiado y pone en cuestionamiento también nuestra buena disposición, nuestro voluntariado. Y, cuando miramos para atrás, nos quedamos con la idea de haber perdido nuestro precioso tiempo y se apodera de nosotros el resentimiento, nos culpamos a nosotros mismos por nuestra ingenuidad y rechazamos al otro por su compromiso con el sufrimiento y por su fraternidad, con la apatía dolorosa de “sea lo que Dios quiera”.
Los caminos entonces divergen, la buena disposición de quien ayuda parece encontrar el punto de su fracaso delante de los verdaderos límites humanos, y aquél que es ayudado vuelve de nuevo a su perdición existencial, sin haber descubierto nada o casi nada: porque la ayuda que recibió fue siempre para satisfacer su necesidad física y no para ayudarle crecer y descubrir sus verdaderas aspiraciones. Por eso se le presenta una verdadera pregunta: “y mañana, ¿qué sucederá?”

Tal como es imposible comprender un discurso griego o latino
si no se sabe griego o latín, así el amor es una lengua bárbara para quien no ama.
San Bernardo, Sermón LXXIX.

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