martes, 25 de agosto de 2009

Quemar cristianos



Gabriel Albiac (ABC, 3 de agosto de 2009)
Puede que nos resulte tan extraño, que ni narrarlo sepamos. Sucedió, sin embargo, el 1 de agosto. En Gojra, Pakistán, tierra de talibanes y misiles nucleares. Apenas si ocupó unas líneas en muy pocos medios de la prensa europea. ¿Editoriales? Ninguno. Que yo haya registrado. La vieja Europa decidió, hace mucho, cerrar los ojos a cuanto sucede y aguardar la muerte. Y no saber. No saber, sobre todo. Aceptar que le llegó la hora de extinguirse. Hacerlo en el modo más plácido que se le ofrezca.
Fríamente, las notas de agencia narran una algarada sangrienta. Una muchedumbre de fieles musulmanes se lanza al asalto, en Gojra, de los barrios cristianos (apenas un 3 por ciento de su población). La historia parece calcada de las bárbaras leyendas que sustentaron las matanzas religiosas en la Europa de los siglos XV y XVI. Pero sucede ahora, hace con exactitud dos días. Los mullahs han exaltado la piedad de sus fieles: los cristianos de Gojra practican metódica y regularmente profanaciones rituales del Corán. Eso predican los clérigos musulmanes desde las mezquitas. Eso, y el recuerdo del mandato que sobre los siervos de Alá recae para que defiendan con su vida la integridad del Libro. Eso, y la pena que la Ley establece para quien ofenda a ese objeto sagrado, dictado por el Dios a su Profeta: la única pena del blasfemo, la muerte.
No es nada especialmente nuevo. Europa ya ha sabido de ese tipo de locura. Fue dictada, primero, contra Salman Rushdi por los ayatollahs iraníes. No quisimos tomárnosla demasiado en serio. Hubo incluso quienes tuvieron la indecencia, entonces, de atribuir lo sucedido a la poca cautela del escritor. Los casos se multiplicaron, a partir de aquella exhibición occidental de cobardía. Hasta llegar a la derrota más vergonzosa de estos años: la humillada capitulación de las autoridades europeas ante las amenazas musulmanas que siguieron a las tan triviales caricaturas danesas de Mahoma. A nadie se le ocurrió recordar que, de aceptarse equivalente criterio en lo que concierne a otras religiones, más de un tercio de los libros de las grandes bibliotecas deberían ser quemados. Y no precisamente de los menores. Empezando por aquel De rerum natura en el cual Lucrecio sentenciaba, hace veintiún siglos, a las supersticiones religiosas como fuente de todas las desdichas. Siguiendo por el descomunal Francisco de Quevedo, que hace caer la más cruel burla del judaísmo en La isla de los monopantos. Y acabando por dos siglos, los últimos, de los cuales autores como Renan, Baudelaire, Nerval, Lautréamont, Rimbaud, Breton, Sartre..., deberían ser escrupulosamente borrados en anaqueles y memoria. Al Islam se le concedió un privilegio del cual toda otra religión fue despojada en la Europa moderna: el derecho universal a la censura.
Pero en Gorjan, Punjab pakistaní, existía una diferencia: la ley allí consagra formalmente la pena capital para aquel que pudiera ofender al Libro santo. Los mullahs que predicaron a sus fieles orden de linchar a los incrédulos, no hacían sino aplicar por cuenta propia lo que el derecho prevé como norma penal. Las palabras del ministro paquistaní para las minorías, Shahbaz Bhatti, escalofrían por la fría sobriedad del relato: «Seis cristianos, uno de ellos un niño, han resultado muertos y más de una docena heridos, en este triste incidente», cuyas causas el portavoz del gobierno de Islamabad describe: «Ciertos individuos acusaron a los cristianos de haber profanado el Corán... Los muertos son todos cristianos y, según nuestras informaciones, fueron quemados vivos».
Pero el Punjab queda lejos. Y Europa puede sestear tranquila su sueño eterno.