domingo, 11 de septiembre de 2011

Manuel Ferrer Muñoz. Se acabó lo que se daba

Termina una era. Se cerró el ciclo de las democracias, los totalitarismos, el Estado del bienestar, la libertad de los mercados, la especulación bursátil... Y nos adentramos en una nueva época histórica, cuya preparación requiere rebasar los cánones anteriores: como el agricultor entierra al pie del árbol las hojas secas que se amontonan a su sombra, para abonar la tierra que le da vida, así –piadosamente- habremos de preservar el legado histórico que recibimos para impulsar los nuevos tiempos.

Ni todo lo que poseímos hasta hoy merece el rechazo, ni puede decirse que hayamos vivido en el mejor de los mundos. La brutalidad de los totalitarismos nos ahorra cualquier reflexión sobre su catadura moral, por más que en su momento encandilaran a millones de hombres, y por más que aún perduren –disimulados- tics totalitarios, incluidos los de aquellos que en nombre de la libertad insultan a quienes discrepan de sus puntos de vista. Pero también las democracias, el Estado de libertad y la libertad de mercados, aupadas durante más de un siglo al panteón de las divinidades, han mostrado con el tiempo flaquezas propias de simples mortales.

El tinglado actual no solo es perecedero, como se ha evidenciado desde que estalló la crisis mundial en 2007: es que, al menos en España, ha iniciado un acelerado proceso de descomposición. Simplemente por brevedad me ahorraré enumerar las calamidades y las causas de indignación de tantos compatriotas. Lo que importa es que, conocidos los síntomas, empecemos a estudiar soluciones.

Ya no sirve el mastodonte de la Unión Europea, que creció a base de piensos artificiales. No funciona el sistema de partidos políticos imperante en el Estado español, no se puede confiar en la otrora poderosa Seguridad Social, no hay certeza de que las demandas ciudadanas en materias de sanidad, de educación o de protección social puedan ser satisfechas a largo plazo.

Ya no hay trabajo para quien lo busca, porque nadie en su sano juicio emprende nada que suponga una lucha sin cuartel contra las infinitas burocracias castradoras del espíritu libre.

Ya no hay esperanza para miles de ciudadanos cuyos sueldos están embargados y sus propiedades perdidas por el impago de hipotecas imposibles.

No hay solidaridad de unos y otros grupos sociales, ni nos importa la muerte de decenas de miles de niños inocentes en el Cuerno de África, ni la violencia de la no guerra de Afganistán, ni los desvergonzados ingresos de deportistas de elite, banqueros o políticos.

Ni siquiera hay confianza en un servicio de correos que ha dejado de ser operativo y que deja a los ciudadanos en la incertidumbre de cuándo llegarán a sus destinos sus envíos postales (quien redacta estas líneas ha comprobado que se requirieron ¡trece días! para que una carta certificada en Canarias llegara a Cerdeña).

Cuando toda la miseria antes descrita ha adquirido carta de naturaleza, cuando un casi entero conjunto ciudadano desvía la mirada para no ver lo que no puede aceptar ni arreglar, cabe certificar que se ha acabado la esperanza de modificar desde dentro un estado de cosas que simplemente se halla en consunción. ¿Tiene sentido seguir velando ese cadáver?

Suele ser violento el término de una época histórica. Ni siquiera Revoluciones como las industriales han sido incruentas. Ojalá que la Revolución que ya está en marcha no se lleve por delante demasiadas vidas y no se salde con más horrores de los que nos han acompañado a lo largo de esta Modernidad que nos prometieron feliz y esclarecida los alucinados por las vanas quimeras del Progreso y del advenimiento de un Hombre Nuevo.

Terminado un ciclo, otro ciclo de duración incierta nos separa de una nueva era, que reclama ya el diseño de sus ejes axiológicos. Si resulta fácil señalar la identidad negativa de lo que procede rechazar –la farsa política, la ficción del Papá Estado, las burocracias, la especulación como vía directa hacia la riqueza, los nichos de privilegios (banqueros, clase política, deportistas de élite), el dinero como fuente de poder-, mayor compromiso entraña el acuerdo sobre las bases en que ha de asentarse la nueva construcción que, en cualquier caso, pasan por el retorno a la espiritualidad, la recuperación de la trascendencia y del sentido del trabajo, el aprecio de la Naturaleza, la valoración de lo auténticamente tradicional.