miércoles, 28 de marzo de 2012

Serafín Fanjul. Gana el islam, pierden los árabes

(ABC, 1 de marzo de 2012)

Tardé algunas semanas en manifestar mi opinión —discutible, como todas, pero fundamentada en muchos años de observación, estudio y experiencia— en torno a cuanto sucedía al otro lado del mar, y al fin lo hice a instancias de este periódico, que tuvo la generosidad de abrirme de nuevo sus páginas. Y desde entonces («Islam o Facebook», ABC, 26 feb. 2011), he dejado patente en esta Tercera y en otros lugares mi escepticismo total al respecto: no se trata de airear dotes de profeta («¿Veis? Ya lo decía yo…»), porque las peores previsiones se han ido cumpliendo por sus pasos contados y no me gusta acertar así. Los trompeteros que anunciaron la buena nueva de la Primavera Árabe, tras echar las campanas al vuelo (como no se permite en muchos países musulmanes a los cristianos y de antiguo), aseguraron —¿basándose en qué?— que los islamistas no tenían arte ni parte en el asunto y todo procedía de los heroicos mozalbetes de la tecla; más adelante, juraron saber de buena tinta que los islamistas no ganarían elección alguna por el ansia de democracia y bla, bla… Y cuando ya eran conscientes de que todo el castillo de naipes de la ilusión —y los ilusos— se derrumbaba y la democracia árabe (aun con defectos, ya se sabe, seamos comprensivos y etc.) tampoco esta vez tocaría a la puerta, entonces llegó el último embeleco, y no solo en España: el señor Bernardino León, secretario de Estado de AA.EE., a la vista de la jaimitada que habían apoyado, cuando iban a ganar los islamistas las elecciones de Túnez (lo más suave y menos determinante de todo), se descolgó asegurando que si ganaban no pasaba nada (sobre todo a él, de momento), que no había motivos para temerles. Pero a los árabes sí les pasaba, aunque no es cosa de fijarse en el señor León o en el Gobierno del que formaba parte, del cual no se podía esperar nada mejor o más serio. Escapismo puro para no enfrentarse a una realidad demasiado cruda.

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